Según Jesús, la luz que lo puede iluminar todo está en el Crucificado. La afirmación es atrevida: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». ¿Podemos ver y sentir el amor de Dios en ese hombre torturado en la cruz?
Acostumbrados desde niños a ver la cruz por todas partes, no hemos aprendido a mirar el rostro del Crucificado con fe y con amor. Nuestra mirada distraída no es capaz de descubrir en ese rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles.
Arranca la mano de piedra, que aprieta con saña y apunta con odio, cocina maldades y pone cadenas. Verás cómo crece la mano de carne que acuna y aquieta, que quita cerrojos, que escribe poemas. Arranca la pierna de piedra que al pisar aplasta, que avanza sin norte, y, cerril, patea. Verás cómo crece la pierna de carne, que baila ligera, que te lleva, lejos, donde Dios te llama, donde el hombre espera. (José María R. Olaizola, sj)
El cuerpo ante ti es un cirio quieto en la noche de la historia, de las ideas, de los proyectos, consumiendo las horas como cera. El pensamiento está inmóvil como la llama afilada, sin la más leve brisa que altere su perfil luminoso y quieto. El corazón, cristal naranja encendido con la lumbre remansada de tantos encuentros infinitos. Las pupilas, redondas como la boca de una tinaja vacía, se dilatan en lo oscuro atisbando tu presencia. Sólo se oye el crepitar del fuego, y el aliento de la vida que llega desde ti frotando levemente el aire en que camina. Y al verte y acogerte, se aviva la llama, iluminando la noche, transparentando la cera, transfigurando en luz las ausencias y tinieblas. Y toda la persona se va haciendo luz recibida brillando gratuita en tu templo, mundo oscuro de injusticias, de fugaces estrellas que deslumbran un segundo, de neón inquieto, impuesto con astucia. En la adoración de cirio alerta, para iluminar tú nos haces luz desde dentro, sin necesidad de llevar en las manos una brasa prestada y pequeña. (Benjamín G. Buelta, sj)