Que lleguen gastadas las manos al fin de la vida por haber acariciado el mundo,
por haber tocado a los impuros, por haber curado llagas y lavado los pies embarrados de amigos y enemigos.
Manos fuertes por haberse interpuesto en el camino de las armas, por haber golpeado los muros, por haber forjado puentes, por haber partido el pan que ha de saciar a tantos.
Manos curtidas en la brega, en la siembra, en el remar cotidiano.
Manos abiertas para acoger la congoja del que llora, del que espera, del que solo pide un amor posible.
Que sean las manos hogar, refugio y hoguera.
Y que cuenten, en su idioma silencioso, que no estamos solos.
(José María R. Olaizola, SJ)