Qué fácil es colocarse en el tropel de los puros. Reducir la fe al cumplimiento, que garantiza un asiento en el banquete de los perfectos. Qué triste, arrojar, desde ese puesto, migajas de esperanza a quien, con pies de barro, se siente indigno. Algún día comprenderemos que tu mesa se dispone con criterios diferentes. Que tu pan no restablece a los saciados de ego, de virtudes corrosivas, de exigencias imposibles para tristezas ajenas. Que tu Reino no se compra por un puñado de leyes. Que tu amor no es la conquista de guerreros invencibles. Tu pan, tu Reino, tu amor, es alimento ofrecido a quien vive con hambre. Y ese don, gratuito y desbordante, nos renueva y nos cambia. (José María R. Olaizola, sj)
¿A dónde nos está guiando el Espíritu? ¿Desde dónde y con quién nos interpela? Dejarnos interpelar, dejarnos desarticular, así pasar de la disconformidad a la creatividad, de los miedos y las rabias a nuevas esperanzas. Reconocernos interpelados para generar espacios de encuentro, lugares de discernimiento, ‘hogares’ de Reino. Comprometernos con una justicia discernida. Comprometernos con esa justicia formulada desde nuestras comunidades. Desde este ser interpelados, ¿Qué luchas estamos acompañando? ¿De quienes estamos aprendiendo? ¿Cuáles son las heridas que intentamos sanar? ¿A dónde nos está guiando el Espíritu para seguir siendo portadores de este Mensaje de Esperanza?
Tú nos regalas el perdón. No nos pides negociarlo contigo a base de castigos y contratos. «Tu pecado está perdonado. No peques más. Vete y vive sin temor. Y no cargues el cadáver de ayer sobre tu espalda libre». No nos pides sanear la deuda impagable de habernos vuelto contra ti. Nos ofreces una vida nueva sin tener que trabajar abrumados por la angustia, pagando intereses de una cuenta infinita. Nos perdonas con todo el corazón. No eres un Dios de tantos por ciento en el amor. «A éste setenta y cinco, y al otro sólo veintitrés». Hagamos lo que hagamos, somos hijos cien por cien. Tu perdón es para todos. No sólo cargas sobre el hombro a la oveja perdida, sino también al lobo manchado con la sangre del cordero. Perdonas siempre. Setenta veces siete saltas al camino para acoger nuestro regreso, sin cerrarnos tu rostro ni racionarnos la palabra, por nuestras fugas repetidas. Con el perdón nos das el gozo. No quieres que rumiemos en un rincón de la casa nuestro pasado roto, como un animal herido, sino que celebremos la fiesta de todos los hermanos, vestidos de gala y de perfume, entrando en tu alegría. Te pedimos en el padrenuestro: «Perdónanos como perdonamos». Hoy te pedimos más todavía: Enséñanos a perdonar a los demás y a nosotros mismos como tú nos perdonas a nosotros. (Benjamín González Buelta, sj)