¡Ay de mí si no respiro, si no me alimento, si no quiero con locura!
Si no vibro con el júbilo del hermano.
¡Ay de mí si no tiemblo ante su dolor.
Si no abro los oídos para dejarme transformar por tu palabra, y no abro la boca para gritar una pregunta de fe; un veredicto de amistad; una promesa de curación; una canción de justicia.
¡Ay de mí si no abro las manos, liberadas al fin de piedras y cadenas, para dar, en ellas, calor, afecto y abrazo.
¡Ay de mí no por miedo o por amenaza, sino porque, no amando a tu manera no habré vivido!
Mas si, en mi debilidad, te dejo ser atalaya, no habrá lamento, derrota ni queja, habrá esperanza.
(José María R. Olaizola, sj)
Liturgia